septiembre 26, 2006

Cosas del flúor...

Por José Emilio Pacheco

Cuentan de un sabio mexicano que un día dejó un frasco de flúor en su ventana y al volver se dio cuenta de que la imagen de las casas y los árboles de enfrente había quedado impresa en la sustancia. El sabio tiró a la basura el recipiente inútil, musitando: "cosas del flúor." Murió a comienzos del siglo XIX sin saber que estuvo a punto de inventar la fotografía.

Esta anécdota que sintetiza la tragedia de la marginalidad cultural es de imposible repetición en nuestro tiempo. Hoy más que nunca las literaturas nacionales son adaptaciones de estilos universales y un escritor mexicano dispone del mismo repertorio técnico y estilístico de que pueden servirse sus contemporáneos en los países más industrializados.

Así, en la segunda novela de Gustavo Sainz encontramos muchos de los rasgos que definen la nueva novela internacional, entre otros: justificación del punto de vista (la narración es el relato en primera persona, el monólogo exterior, que hace un protagonista a medida que vive la experiencia o tal vez cuando la rememora en un momento límite o quizá cuando la está escribiendo), duplicación interior (el narrador intenta a lo largo de todo el libro terminar su lectura de Ulysses), reducción de los personajes a nombres propios o simples apodos, mezcla de realidades literarias y realidades “reales," inconmensurabilidad de la dimensión temporal, proliferación por deformación fonética...todo ello manejado con una destreza tal que convierte estos elementos en datos internos de la novela como si hubieran sido creados para ella.

Si el narrador de Gazapo tenía el nombre, Menelao, del macho herido en su machismo, el de Obsesivos días circulares se llama como un dramaturgo de la antigüedad. ¿Por qué Terencio? Imposible saber hasta qué punto Sainz pensó en él como representativo del escritor joven --Publius Terentius Afer muere, al parecer ahogado, a los 25 años-- o como autor de una obra arquetípica: el Heautontimoroumenos que resume la principal actividad de este otro Terencio: atormentarse a sí mismo.

En uno de sus niveles Obsesivos días circulares es el post coitum triste del movimiento que hace un lustro se llamó “antisolemnidad;” es la novela de un terror sagrado ante poderes que están más allá de nuestro control, y que encarna Papa la Oca, jefe de un ministerio del miedo y dueño de esto otro castillo que es el colegio de niñas en que Terencio sirve de portero y maestro de ceremonias en un espectáculo para voyeurs.

Terencio aparece como la víctima ejemplar que vive radicalmente la condición humana entre Eros y Thánatos, entre su deseo plural y el miedo de morir víctima de un castigo innominado: por la desaparición de Yin, el abandono del agonizante Sarro, la ruptura del espejo doble, su codicia de Lalka o simplemente por el delito de haber nacido. Progresivamente pierde sus poderes sobre sí mismo y sobre los demás. Este deterioro lo va despojando del idioma hasta que cuando se acerca el fin, como "El inmortal" de Borges, Terencio ya no tiene imágenes del recuerdo sino únicamente palabras, palabras ajenas que culminan en una frase cantinflesca, a su vez corrupta y depauperada hasta culminar en un linosigno sin respuesta.

Como otra excelente novela de este año--La muchacha en el balcón o la presencia del coronel retirado de Juan Tovar--Obsesivos días circulares toma su punto de partida en una historia aparentemente policial para desplegarse en círculos concéntricos y darnos una imagen que al fin y al cabo es la de nosotros mismos. Gris, fantasmagórico y terriblemente real el México de fines de los sesentas encuentra en Obsesivos días circulares su atroz metáfora y su reducción a un lenguaje deshecho.

Este trabajo fue originalmente publicado en La vida literaria de México, Octubre de 1970.

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